segunda-feira, 8 de fevereiro de 2010

La ciudad es un gigante

La lluvia en São Paulo se diferencia de las demás lluvias del mundo por su violencia y su intensidad. Es una lluvia capaz de intimidar a alguien como yo. poco acostumbrado a excesos. Yo, que nunca fui una persona de excesos a pesar de dedicarme a buscarlos y de vivir en una ciudad donde abundan los excesos de todo tipo, que curiosamente nunca llegan a parecerme realmente excesivos.
Las primeras gotas te sorprenden incauto mientras estas sentado en el balcón, con un libro de Bolaño, leyendo tan tranquilo, como si estuvieras ajeno a todo pero sin estarlo realmente, apenas levantando ocasionalmente la vista del libro para posarla en la calle con la misma indolencia con la que miraría un señorito andaluz sus posesiones.
De repente el cielo se oscurece como anunciando que - finalmente- el mundo llego a su fin. En perfecta coreografia, el sol se oculta para dejar paso a una lluvia, digamos, de verano. Hasta aquí nada de especial. En pocos minutos y ante tus ojos, lo que comenzó como un chaparrón de verano se convierte en una tormenta acompañada de súbitos trallazos y relámpagos. Por un momento me siento felíz al pensar que el fin del mundo ha llegado. Las alarmas que se disparan de los coches aparcados en la calle y que se ven azotados por las trompas de agua así parecen confirmármelo. Por las puertas abiertas que dan al comedor me llega el sonido de la televisión donde una locutora parlotea sin más público que los muebles de la habitación. La chica del noticiero no tarda en hacerse eco de nuevas inundaciones en la zona Oeste, como ya ocurriera la semana pasada con la zona Sur y la anterior, con la zona Centro.
La ciudad es un gigante enfermo y sus quejídos a veces son estruendos y a veces apenas un murmullo. Las pantallas en el Mando de Control de Tráfico que monitoran el entramado viario de la gran metrópolis comienzan a llenarse de luces rojas que parpadean alegremente. Los motoboys, esos mensajeros sin ley y auténticos dueños de las calles, buscan refugio debajo de los puentes para cubrirse con ropa de plástico que parece hecha a base de bolsas de basura negra, con pequeñas bolsas del mismo plástico y color con los que cubren los zapatos y que me recuerdan a los que se usan en los quirófanos.

Y yo sigo sentado en la mesita del balcón, con Bolaño como toda compañía (estoy por tanto, muy bien acompañado), y miro hacia la calle para ver la gente correr- hombres de traje y corbata que se apresuran cubriendose inútilmente la calva con el peródico (ya deshecho por el agua) y madres heróicas que arrastran de la mano a niños obesos y que, para mis adentros, pienso, no merecerian ser salvos, y las veo taconeando hacia el refugio más próximo, que es en este caso el super y yo que los miro desde la altura del piso diecisiete y que me da ganas de reir, imbécil, recostado cómodamente en el respaldo de la silla de madera, la misma que compré en Tok & Stock junto con la mesita a juego, y pienso que esta mesita es casi idéntica en su sencillez a la que tengo en otro balcón a 8.000 kms de distancia, en otra ciudad y con vistas al mismo cielo y a las mismas nubes, solo que desde la proximidad que da un piso veintitrés.
El día, que había comenzado tórrido, un día típico de verano de esos en que los paulistanos atrapados en la ciudad se refugian en la piscina del condominio, se transforma en las ultimas horas de la tarde con los nubarrones negros que aparecen en el horizonte de manera inesperada y que se aproximan amenazadores y a gran velocidad. Y siento que conforme se van acercando va aumentando mi gozo, que no es otra cosa que una especie de felicidad culpable.
En cuestión de minutos comienza a caer sobre la ciudad la primera avanzadilla en forma de tímidas gotas, gotitas que no tardan en convertirse en gotazos cada vez más pesados. Las estadísticas se apresuran a confirmarnos que se ha vuelto a batir un nuevo récord de precipitaciones medidas por milímetros cúbicos caídos sobre la ciudad. Se producen inundaciones en barrios periféricos de la zona Este y ahora tambien en las amplias avenidas de la zona Centro y Centro-Sur, importantes arterias que cruzan la ciudad en todas las direcciones, como los navajazos de un psicópata furioso y por las que sangran miles de conductores en sus desplazamientos diarios. En cuestion de minutos se ven cortadas al tráfico ante la incapacidad del alcantarillado de dar abasto ante tal cantidad de agua.
Muy lejos, en un mundo que parece sacado de otra dimensión pero que en realidad se encuentra a tan sólo a un par de kilómetros, se producen desmoronamientos de infraviviendas y cuerpos quedan sepultados bajo el barro.
La ciudad, asediada, se resiente en sus partes más degradadas, el estruendo de los derrumbamientos -según dicen con voz trémula testigos presenciales asustados- es un queijdo comun a sus habitantes, los que ya no pueden -ni quieren- aguantar su situacion por más tiempo.
La television retransmite imágenes de sus calles inundadas filmadas desde la distancia y la seguridad del helicóptero de la GloboTV y nos muestra a vecinos que se desplazan, cómicamente, en improvisadas barcas. Parecería, una vez más, que Dios encuentra siempre la manera de divertirse con las desgracias humanas.

Como les ocurre a los locos, al ver llover así me siento pequeño y feliz. Y me alegra saber que ese dia en el psiquiatrico de Mondragon sera dia de fiesta y que el poeta de Astorga, recluso de honor - pues ya fue nino maldito en los 70- se sentira mas inspirado que nunca.

La ciudad es un gigante en constante mutación, es un ser vivo de dimensiones monstruosas que se va transformando discretamente como el cuerpo de una adolescente y cuyas transformaciones solo percibes al encontrartelo frente a frente por la primera vez después de un tiempo, transformaciones tan lentas que en un princípio pasarian desapercibidas al ojo humano o tan rápidas que solamente podrían ser capturadas por una cámara ultra sensible y que nos desvelaria, frame by frame, sus aspectos más grotescos, como la cara que recibe el impacto de un puñetazo y se deforma en cámara lenta con una expresión idiota o como la sandía desintegrada al ser atravesada por la bala.