terça-feira, 10 de agosto de 2010

Un cuento de verano (I)

Aquella tarde lluviosa de final de verano respiraba a misterios y falsas historias de fantasmas.
Hacía ya varias horas que llevabamos encerrados en la vieja casa de la abuela de Alvarito llena de habitaciones abandonadas que olían a polvo acumulado y a humedad. La lluvia torrencial había hecho imposible continuar con la competición de acrobacias en el improvisado circuito de bici-cross en las heras a las afueras del pueblo en el que solíamos matar las interminables tardes de verano y del que rara vez conseguíamos salir sin magulladura.

El apagón generalizado causado por el fuerte aparato eléctrico de la tormenta cuya llegada nos habían estado anticipando los noticieros de las televisiones locales de manera machacona en los últimos días como si se tratase de la llegada del mismísimo Apocalípsis, nos había condenado a la luz mortecina de las velas que habíamos distribuído con la ayuda de los más variados recipientes por las principales habitaciones y pasillos de la vieja casa, ignorando las protestas de la neurótica de Isabel, la prima madrileña de Alvarito e hija única, para más inri, de bombero, que ese verano se nos había pegado a la panda como un chicle a la suela de un zapato.

Tras varias horas intentando no aburrirnos tratando de adivinar las imágenes grotescas que arrojaban nuestras manos gigantescas y deformadas en su proyección sobre la pared del enorme comedor lleno de sombras (en aquellos lejanos años 80 aún no existian los móviles ni mucho menos Internet) dedidímos ponernos a jugar a las adivinanzas. Cada uno de nosotros tendría cuatro tentativas para adivinar el secreto del personaje propuesto que siempre habría de ser conocido por todos los presentes.

-Por ejemplo, dije dando início a la ronda de adivinanzas, adivinad a que hubiera querido dedicarse realmente mi padre.

Todos los que estaban en la habitación de la casona conocían la fama de crápula de mi padre así como su desmedido interés por la buena vida. Mujeres, juego y bebida constituían la Santísima Trinidad a la que había dedicado su vida con una devoción tan intensa que provocaría rubor a nuestras vecinas de rellano, las famosas Caperucitas; dos hermanas solteronas a las que siempre había conocido de riguroso luto vistiendo púdicas faldas negras y rebecas a juego con sus bolsos de polipiel del mismo color y que nos provocaban una mezcla de risa y aprensión en las ocasiones en que nos las encontrabamos saliendo o entrando del apartamento luciendo mantilla y teja alta en su condición de Miembros de Honor de la Hermandad de Nuestra Señora de Maria Mantelate, cofradía de longíqua tradición dedicada al reciclado, tutelado y reparación de las almas descarriadas de las jovencitas ligeras de cascos que abundaban por nuestra comarca.

El caso es que mi padre Ramón Fernoll, más conocido simplemente como Don Ramón, y para quien yo era el quinto y último eslabón de una loca secuencia que habia comenzado en los boyantes anos 70 en los que con la colaboracion de mi madre habian decidido traerme a mi y a mis hermanos al mundo casi en producción en cadena (saliamos a un hijo por ano), productividad que reflejaba el momento de expansión y crecimiento de los negocios inmobiliarios de mi padre. Cuando varios años mas tarde llegara la época de las vacas flacas, ya en los últimos estertóres de los años 80, en que seríamos testigos del desmoronamiento de su pequeño imperio con la misma velocidad con la que había crecido, ya era demasiado tarde como para plantearse una planificacion familiar mas acorde con el limitado presupuesto familiar.
Mi padre, dicho sea de paso, nunca se dio por vencido ante los reveses de fortuna y continuó enfrascándose con gran empeño en todo tipo de iniciativas comerciales haciendo gala del mismo espíritu emprendedor de mi abuelo y de mi bisabuelo indiano, quien muchos años antes, tras su regreso a Valencia tras la pérdida de Cuba, había conseguido triunfar como fabricante de jabón y productos de desinfección, de gran demanda en aquella época.

segunda-feira, 2 de agosto de 2010

El té, con leche, por favor!

Tras más de tres años viviendo en São Paulo ya se que únicamente puedo pedir té con leche en aquellos lugares o restaurantes más sofisticados.
Al principio lo solía pedir siempre que me ofrecían café al acabar de comer. Mi petición era inevitablemente recibida con caras de extrañeza por parte de los camareros, poco acostumbrados no tanto al tipo de petición como a mi acento de extranjero. En algunas ocasiones el camarero asentía y desaparecía para aparecer de nuevo unos segundos después acompañado de refuerzos personalizados en la figura de otro camarero, imagino que con mayor experiencia y mas avezado en este tipo de situaciones difíciles al que, invariablemte, tendría que repetir mi petición. La situación se repite siempre que voy a pedir un burguer y solicito que la cebolla, en lugar de frita, como es costumbre aquí. sea una rodaja entera y cruda.

En el tiempo que llevo viviendo aquí, comiendo casi todos los días fuera de casa, ya he aprendido que independientemente de si me entienden o no, el camarero brasileño nunca va a tener valor de preguntarme qué es exactamente lo que quiero. Simplemente asentirá y hará lo que a su mejor manera haya entendido, o como en el caso anteriormente relatado, pedirá refuerzos y ayuda a otro compañero.
La cuestión es que por motivos que desconozco, sea por educación, por evitar molestas complicaciones o sea por pasarle la patata caliente a otro, nunca son capaces de preguntarme y aclarar de una vez las posibles dudas.