sábado, 9 de julho de 2011

Como te iba diciendo

En la semana en que mi cuadrigesimo segundo aniversario se acerca a toda velocidad atropellando a su paso lo poco que queda de mi juventud dorada, de manera casi simultánea me reencuentro con Matt y me despido de Fran. El primero, a su vuelta de su accidentado e interminable viaje a España y el segundo de vuelta para Madrid tras su visita de dos semanas cuya segunda parte la paso conmigo y que podríamos titular algo así como La Semana de las Viejas Carrozas Decadentes protagonizada por él y por un servidor de ustedes. Semanita de frías veladas de invierno que hemos visto pasar desde la comodidad del sofá con mantita haciendo repaso a viejas glorias del celuloide. Y no, no estoy hablando de Cine de Barrio. La noche del viernes la dedicamos a ver Boys in The Band, precursora del llamado Queer Cinema, película de corte dramático rodada en una época en la que queer era aún un adjetivo ofensivo y no una razón de ser y protagonizada por un inolvidable Leonard Frey. Continuamos la velada con el clásico de Harvey Fierstein, Torch Song Trilogy (traducida al español, con la imaginación que nos tienen acostumbrados, como Trilogía de Nueva York) En él, podemos ver y admirar a un jovencísimo Matthew Broderick de quien durante muchos años estuve colgadísimo y que todavía hoy, al verlo en su esplendor, me provoca palpitaciones y perspiración incontrolada en las extremidades superiores.
A Matt, que me conoce muy bien, le cuesta mucho creerme cuando le cuento que, con la excepción de varias cenitas, ningún dia he salido de fiesta y que prácticamente todas las noches me las he pasado como un buen chico en casa y con la mantita, sin ni siquiera aventurarme a correr por el parque de Ibirapoera, como suelo hacer llueva, nieve, haga frío o calor.
Tras batir todos los récords habidos y por haber de temperaturas bajas en las últimas semanas, el sábado nos sorprende un sol casi privameral por lo que aprovechamos para alejarnos de las tentaciones del sofá y aventurarnos a salir de casa para ir a ver tocar a Julio un variado repertorio de Danzas Húngaras de Brahms durante su recital en el Centro Aichi de Cultura Japonesa. Con la excepción de su antigua profesora de piano, diminuta pero tiesa y espabilada a sus 92 años y los cuatro amigos que hemos acudido a la cita, la mayor parte del público está formada por japoneses y matrimonios viejitos que me recuerdan a supervivientes de Hiroshima y Nagasaki.
La mañana del domingo, la dedicamos, ociosos y sin nada mejor que hacer, a mi pasatiempo favorito, o sea, a analizar mi vida e intentar entender qué coño es lo que quiero hacer con ella. Y eso a pesar de que no creo en la psicoterapia tanto como en la farmacología. Lo cierto es que la proximidad de mi cumpleaños, a pesar de lo superbueno que estoy y lo que mucho que me gusto, me planta una vez más cara a cara ante mi miedo a envejecer y la desagradabe sensación de haber desaprovechado lo mucho que HaShem me ha dado mientras, indolente, me dejaba empujar por Cronos sin un rumbo determinado cuando lo que yo quería de verdad, mamá, era ser artista.
En un momento dado, mientras sorbía pausadamente su té con limón en la terraza en la que estamos sentados, Fran me suelta de sopetón: Pero dime, tu eres feliz?
-Haz el favor de no hacerme preguntas tendenciosas, le respondo, además, no entiendo qué significa esa pregunta.
-Que si soy feliz? Pero que quiere decir eso? A que llamas felicidad?
Porque para encontrar algo primero hay que saber que es lo que buscas. Antes de responder a tu pregunta tendremos que ponernos de acuerdo, le digo moviendo el dedo índice en plan repelente niño Vicente, en el significado de la palabra felicidad. Si te refieres a momentos puntuales, entendiendo la felicidad como un sentimiento, entonces sí, se podría decir que la suma total de los momentos de felicidad (o de tranquilidad, de paz, de contento, como quieras llamarlo) que he vivido, son mayores que los momentos de miedo o de angustia. Ahora, cari, si te estás refiriendo a felicidad como estado de plenitud, entonces me temo que la respuesta seria no.
-Que qué me falta? se atreve a preguntarme.
-Pues no sé, nada y mucho, le digo. Todo es relativo. Depende del momento en que me lo preguntes.
Por ejemplo, soy feliz cuando entro en un buen restaurante y me sirven comida bien preparada y regada con un vino tinto chileno, a ser posible, de uva carmenière, que además, puedo degustar en buena compañía. También lo soy siempre que voy al cine, sea sólo o acompañado y tomo posesión de mi butaca poco antes de apagarse la luz para dar paso a la publicidad que va a preceder a la película. Me siento feliz cuando salgo a pasear con mi VW escarabajo de 1964, (aquí lo llaman fusquinha) que a pesar de no estar completamente restaurado llama bastante la atención de taxistas y viandantes que se paran para preguntarme en los semáforos por el año de fabricación. Me siento exhultante cuando estamos abrazados en la cama haciendo lo que los ingleses llaman spooning y los brasileiros dicen fazer conxinha. También lo soy cuando estoy en casa leyendo tan tranquilo mientras tú ves videos de Youtube en tu portátil. Y cuando te miro y admiro tu cuerpo joven y esbelto, (flexible, como dije una vez, de bambú), que es mío y recorro con la punta de mi lengua tu piel lisa y morena hasta detenerme, más abajo, para admirar de cerca tus proporciones de ensueño (También lo soy cuando simplemente follamos). O las noches de días de semana en que me voy pronto a la cama y veo que aún tengo por lo menos una horita para leer cómodamente sin que por ello me vayan a faltar después horas de sueño. Soy feliz viendo fotos antiguas y cuando viajo por primera vez a ciudades por cuyas calles desconocidas me pierdo voluntariamente.
Algo similar siento los viernes al salir de la sinagoga ,ya comenzado el shabbat, en que me siento ligero y elevado, sensación parecida, digo yo, a eso que llaman plenitud pero sin llegar al obsceno goce de Santa Teresa.
El sentimiento que me invade cada seis meses, cuando voy descontando los días para volver a casa y pienso que voy a ver a mi familia también se puede llamar de felicidad. Es un sentimiento que se solapa con una sensación de anticipación que aumenta conforme se acerca la fecha del viaje y que, según qué momento, puede llegar a convertirse en ansiedad,esta vez, de la buena. Me siento felíz despertándome en mi cama individual en el mismo cuarto en el que crecí y que compartí durante los primeros años con mi hermano antes de apropiarme definitivamente de él. Feliz al dormirme y feliz al despertarme en la habitación conocida como si no hubieran pasado los años ni los kilómetros.





domingo, 3 de julho de 2011

La gracia y la decadencia

La vida es graciosa por excelencia. Y cuando digo graciosa no lo digo en el sentido isabelino sino en el sentido de curiosa, de divertida, de inesperada y de sorprendente. Ahí es nada.
Mientras Matt está aún viajando por España, terminando ese viaje que tan mal comenzó y que, faltando apenas unos días para terminar, no tiene visos de mejorar mucho (me refiero a la pérdida de la cartera nada más llegar a Barcelona, desencuentros y problemas con la amiga la que iba a visitar, transferencia de dinero que no llega, teléfono que deja de funcionar dejándole incomunicado y un largo rosario de penalidades apenas aliviadas por su breve estancia en Valencia mimado por mi hermana y por Quique) yo estoy en el sofá de casa tapado con la mantita y en compañía de Fran en esta noche de lunes inusualmente fría para el invierno brasileño (las temperaturas bajaron hasta los 2.5 C, lectura inaudita, según los noticieros, desde el 2003). Estamos viendo una película antígua convertida en clásico cult -especialmente entre decadentes carrozas gays- desde su mismo estreno en 1962. La película en cuestión es Qué Fué de Baby Jane?, el terrorífico mano a mano de Bette Davies y Joan Crawford que forma parte de mi colección particular de películas antiguas, (colección pequeña, heterogénea y definitivamente mitómana sin llegar a los niveles del cinéfilo de Terenci)
Fran, que me lleva tan solo 5 meses, es director ejecutivo de la filial española de una multinacional farmacéutica en Madrid. Llegó a São Paulo la semana pasada para quedarse unos días y estudiar la propuesta que le han hecho de quedarse 6 meses y poner orden en la casa.
A Fran lo conocí al poco de volver de Alemania en un lejanísimo verano de mi juventud hace unos 16 años y como no podía ser de otro modo, retomamos el contacto hace sólo un par de años por la gracia divina del Facebook.
Y como la vida es así de curiosa y de simpática - fíjate tu que gracia- pues aquí estamos, a años-luz tanto en tiempo como en kilómetros, en el sofá de mi casa viendo la misma película clásica que no había vuelto a ver desde hacía años, probablemente desde que vivía en Londres. La película no ha cambiado, sigue siendo la misma, sin embargo nosotros si que hemos cambiado en ese tiempo. Hay matices y lecturas que me parece que son nuevas y que no estaban antes. No cabe la menor duda de que si alguien ha cambiado, ese soy yo.
La relación enfermiza de las dos viejas glorias de Hollywood que viven prácticamente aisladas del mundo en una mansión tan solo visitada por la empleada negra y que es el único legado de su pasado glorioso me trae a la mente otra decadencia, esta vez real. La de Edith Beale Bouvier y su hija del mismo nombre (conocidas artísticamente como Big Edie y Littel Edie) de la que somos testigo gracias al magnífico documental Grey Gardens.
Aclamado por la critica y convertido en filme cult desde su estreno en 1975, el documental y el peculiar estilo de sus protagonistas inspiro a modistos, un musical de Broadway e incluso un remake interpretado por Drew Barrymore. En el vemos snapshots del día a día de madre e hija (tía y sobrinas de nada menos que Jackie Bouvier Kennedy) en su mansión de East Hampton rodeadas de sus 80 gatos y montañas de desperdicios, viviendo de un pasado glorioso en la farándula que de alguna manera, continua vivo en la cabeza trastornada de las protagonistas. Littel Edie, al igual que Baby Jane, aun suena con una vuelta a los escenarios en busca de su oportunidad perdida al tiempo que hace exhibición de sus habilidades para el canto y el baile frente a una cámara incrédula ante la ceguera de ambas a las condiciones insalubres en que viven y que testimonian su decadencia mas absoluta.
Nuestro equivalente nacional, salvando las distancias, seria la vida de la viuda y los tres hijos de Leopoldo Panero en su casa senorial en Astorga cayendose a pedazos -metafora viva del Franquismo (movimiento cuya grandeza ensalzara el padre ausente) como nos la mostraba primero Jaime Chávarri en El Desencanto y dos décadas mas tarde, tras la muerte de la madre, Felicidad Blanch, en la secuela de Ricardo Franco, Después de tantos años.

Los que me lean, por muy poco mitómanos que sean, entenderán perfectamente la fascinación que la vida de esos personajes provoca, especialmente la de Leopoldo Maria, el poeta esquizofrénico que nos escupe sus poemas salpicados de excrementos y bilis desde el otro lado del muro del manicomio de Mondragon.

Quien tenga curiosidad por saber más (aviso, sólo para fans impenitentes) puede leer Después de tantos Desencantos, de Federico Utrera y El Contorno del Abismo de J. Benito Fernandez.