sexta-feira, 24 de junho de 2011

Soñé que...

...caminaba por la calle y que había hombres flotando por toda la ciudad. Algunos lo hacían a escasos metros del suelo, otros se encontraban a gran altura, como los gentlemen pintados en el cuadro de Magritte. Todos llevaban bombín y vestían el traje listado típico de la City londinense, y en la mano llevaban su maletín de cuero negro. Como en el famoso cuadro, había decenas de ellos, todos misteriosamente suspendidos a diferentes alturas e inmóviles, ajenos aparentemente al hecho de estar separados del suelo por bastantes metros. A pesar de mis esfuerzos, no conseguía verles las caras, podría ser que tuvieran el rostro borrado o también podría ser que fuera la distancia lo me impedía verlo con claridad. La sospecha de que efectivamente, esos misteriosos hombres flotantes no tuvieran rostro me creaba una gran desazón por lo que no dudaba en descartarla rápidamente echándole la culpa a la distancia. Yo quería poder ver sus rostros para saber si en sus ojos había alguna expresión que pudiera interpretarse como de miedo o de inseguridad. Verles la cara, o mejor dicho, la expresión de la cara, habría otorgado un realismo ciertamente tranquilizador a una escena tan surrealista.

A juzgar por el tipo de casas y sus calles vacías se diría que me encontraba en una ciudad típica del norte de Europa. Un extraño silencio, que resultaba al mismo tiempo inquietante e hipnotizante, me hacía pensar en una combinación de naturaleza muerta y post-cataclísmo nuclear o biológico, de esos que supuestamente atacan a las personas y a los animales pero que respeta las construcciones e infraestructuras.

Pero qué es lo que estoy haciendo aqui? me preguntaba mientras caminaba por las calles vacías con la mirada fija en los hombres flotantes. Qué me ha traido hasta aquí y cómo he llegado hasta este lugar tan extraño, que no me puedo acordar?

Curiosamente, el cielo azul y despejado, apenas manchado por pequeñas nubes blancas -lejanas e inofensivas- contribuía a que se respirase una cierto clima de paz y tranquilidad, incluso a pesar de la sensación como de expectativa que sentía aumentar por momentos, como si en cualquier momento la magia que los mantenía suspendidos en el aire pudiese desvanecerse y dejarlos caer a todos de manera trágica y, probablemente, letal.

De repente, con el rabillo del ojo, me pareció ver una sombra que se movía furtivamente. Giré la cabeza hacia donde me parecía haber visto esa sombra (quizás fuera una persona, no podría decirlo con seguridad) entrar por la puerta principal de una de las casas que quedaban a mi derecha y que acababa de pasar a escasa distancia. Al cercionarme de que, efectivamente, la puerta de la casa parecía abierta, estaba apenas entornada, me aproximé con decisión. A pesar de la aprensión que sentía por no saber quién sería que había entrado en la casa ni cuál seria el motivo por el que se había escondido de mí, eran demasiadas las preguntas que se amontonaban en mi cabeza y que reclamaban urgentemente una respuesta como para seguir mi camino (ademas, a donde era que estaba yendo?).

Al aproximarme a la puerta principal, empujé el pomo con una mano mientras me llevaba, instintivamente, la otra a la cabeza como para descubrirme el sombrero que por un momento me pareció que llevaba puesto. Demasiados hombres voladores con bombín en un día, pensé al darme cuenta de lo innecesario de mi acción.

El interior de la casa era sospechosamente similar a la que tenía mi tía en Valdeganga, un pequeño pueblo situado en las llamadas Hoces del Jucar a 20 kms de Albacete donde solía pasar los veranos de mi infancia y adolescencia. No cabe duda, pensé ligeramente sorprendido (pero no lo sorprendido que, dadas las circunstancias, debería de estar) se trata de la misma casa. Una pequeña habitación hacía las veces de recibidor en la que se encontraba un sofá tipo Chester flanqueado por dos sofás menores con una mesita en el medio cubierta por un mantel estrecho hecho de puntilla en cuyo centro había un pesado cenicero de vidrio de diferentes colores. Frente a ellos, un viejo televisor cubierto por una funda de tela donde estaba escrito Telefunken descansaba encima de un aparador de los que hacen la función de mueble-bar. En las paredes colgaba un viejo calendario (cuyo año no llegué a distinguir) y varias reproducciones facsímiles de pinturas enmarcadas que representaban escenas de Montmartre y Sacré Coeur adquiridas en un pasado remoto durante algún viaje a París.

Por la puerta de doble hoja a mi derecha se accedía a un pequeño comedor atiborrado de muebles y estanterías de libros. Pero como es posible, pensé al acercarme a ellas y encontrarme con la misma colección completa de Agata Christi junto a novelas de José Luis Martin-Vigil o Vizcaino Casas, las mismas que, a falta de otra cosa, me leía durante las interminables siestas de aquellos lejanos y tórridos veranos.

La mecedora vacía, colocada junto a la mesita redonda del brasero al lado de la ventana y desde cuya estratégica posición se podía ver la calle (no la de la ciudad por la que había estado caminando unos segundos antes, sino otra diferente, la del pueblo manchego) parecía haber estado ocupada por alguien momentos antes de mi llegada. Su balanceo, apenas perceptible, fue suficiente como para entender que no estaba solo en aquella casa. Cric-cric, cric-cric, el mismo sonido de madera vieja que se queja y que tantas veces había oído durante las horas pasadas en aquella misma habitación.


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